"Tres vidas de santos", de Eduardo Mendoza
El autor y su obra:(Ver aquí)
La obra:
Estoy de acuerdo en que "La verdad sobre el caso Savolta" fue una novela rompedora. Convengo también en que "La ciudad de los prodigios" fue una delicia para los que nos gusta rastrear en los orígenes del genio cultural de Barcelona y sus habitantes. Incluso estoy por admitir que la capacidad de fabulación, la maestría para contar una historia, y el dominio del ritmo narrativo de Eduardo Mendoza se encuentran fuera de lo que es habitual en nuestra narrativa más reciente. Pero también he de decir que la mayor parte de estas virtudes están ausentes de sus últimos relatos, agrupados bajo el título de "Tres vidas de santos". Y lo digo porque, menudencias aparte, se me antoja inquietante la escasa preocupación del autor porque las historias que nos cuenta tengan una mínima apariencia de verdaderas, o, dicho de otra forma, que sean verosímiles, esto es, creíbles, desde el punto de vista literario, claro es. Y ello se debe a que, a mi modesto entender, la falta de verosimilitud es el más letal de los defectos de los que puede adolecer un relato. Y ello por la sencilla razón de que el lector no acaba de tomárselo en serio. Y cuando eso ocurre, apaga y vámonos, que diría el castizo. Y no hablo a humo de pajas.
En el primero de estos relatos, "La ballena", existe una escena impagable que al final casi salva el relato. Me refiero a la magistral descripción del Congreso Eucarístico de Barcelona contemplado desde un balcón por la familia de la tía Conchita, trasunto de una burguesía catalana devenida franquista por mor de haberle visto las orejas al lobo durante la Guerra Civil. Pero el relato, ya digo, termina por naufragar, víctima de la falta de credibilidad de alguna de las situaciones. Veamos algunas. En primer lugar, por muy mal concepto que se tenga de la formación del clero -y yo no lo tengo muy alto, la verdad- es difícil imaginar un zote del tamaño de Don Fulgencio Putucás, pese a lo desterrado que se pueda encontrar in partibus infidelium. Si, además de ello, nos desayunamos con que el ilustre tonsurado, ha ejercido de sicario, se hace anticlerical y deambula por las calles de Barcelona convertido en borrachín, traficante de drogas y mendigo, el lector acaba al borde del delirio y se siente tentado de abandonar la lectura. Pero hay más: da la impresión de que el propio autor termina embriagándose con sus propios disparates y, al final, claro, no sabe cómo rematar la faena de tanto enredo como ha montado, y, así, en media página, resuelve, de forma penosamente cómica, las vidas y milagros, del tío Antón, la tía Eulalia, el tío Fran, el tío Víctor, el tío Agustín y su enfermera que, al final, se casa con un ingeniero de Kuwait ¿Quién da más?
En el segundo relato, "El final de Dubslav", la falta de credibilidad y el absurdo andan de la mano. Para empezar, resulta un tanto extraño que la madre del protagonista decida quedarse encinta para que, rechazada por la sociedad, pueda dedicarse a lo que realmente le gusta, la investigación científica. ¿Rebuscado, verdad? ¿No habría sido más fácil no engendrar un hijo del que luego no se va a ocupar ni poco ni mucho? Item mas, ¿qué extraña enfermedad padece el protagonista que, pese a todo, no le impide ir cambiando neumáticos por el desierto a un ritmo frenético sin que podamos atisbar ni una mala estación de servicio? Si, según todos los indicios, nos encontramos en la República del Chad, ¿cómo es posible encontrar en pleno desierto una cruz que, según datos del narrador, seguramente se debe al paso de los cruzados por aquellas lejanas tierras? ¿Una cruzada, de las ocho que hubo, que recala en tan recónditos parajes? También la falta de respeto por la verdad histórica ,y, en definitiva, por el lector, puede ser de efectos mortíferos en un relato que quiera pasar por medianamente convincente desde el punto de vista literario
El tercero relato, "El malentendido", para mi gusto el mejor de los tres -acaso por aquello de que en él nos aparecen hermosas palabras sobre el poder de la literatura, "que puede rescatar vidas sombrías y redimir actos terribles"- tampoco está exento de ciertas limitaciones. Por ejemplo, bautizar al protagonista con un nombre chocante -Antolín Cabrales Pellejero- sin duda con el ánimo de buscar la complicidad risueña del lector, es recurso que, por sobado, resulta impropio en un novelista tan avezado como Eduardo Mendoza. Pero hay más. ¿Cómo es posible que la profesora de literatura diga que Antolín era un alumno del montón tras haberse merendado a escritores como Sthendal, Balzac, Proust y Musil, al tiempo que hablaba de lo leído con cierta sensatez? ¿Es acaso creíble que un individuo medicocre se convierta en novelista de postín y sea invitado como conferenciante a las más pretigiosas universidades? ¿Cómo es posible que a una persona del montón se le adjudiquen afinidades literarias con Genet, Gorki, García Lorca o Valle Inclán?
Pero, ahora que caigo, ¿no vendrá el título de la obra a justificar muchas de las ocurrencias milagreras, despropósitos y desafueros que en ella concurren? ¿No estará Mendoza haciendo hagiografía? Podría ser. Pero el truco, aparte de facilón, no me hace preferir sus relatos a los de la "Leyenda dorada", de Jacobo de la Vorágine. ¡Esas sí que son vidas de santos!
En el primero de estos relatos, "La ballena", existe una escena impagable que al final casi salva el relato. Me refiero a la magistral descripción del Congreso Eucarístico de Barcelona contemplado desde un balcón por la familia de la tía Conchita, trasunto de una burguesía catalana devenida franquista por mor de haberle visto las orejas al lobo durante la Guerra Civil. Pero el relato, ya digo, termina por naufragar, víctima de la falta de credibilidad de alguna de las situaciones. Veamos algunas. En primer lugar, por muy mal concepto que se tenga de la formación del clero -y yo no lo tengo muy alto, la verdad- es difícil imaginar un zote del tamaño de Don Fulgencio Putucás, pese a lo desterrado que se pueda encontrar in partibus infidelium. Si, además de ello, nos desayunamos con que el ilustre tonsurado, ha ejercido de sicario, se hace anticlerical y deambula por las calles de Barcelona convertido en borrachín, traficante de drogas y mendigo, el lector acaba al borde del delirio y se siente tentado de abandonar la lectura. Pero hay más: da la impresión de que el propio autor termina embriagándose con sus propios disparates y, al final, claro, no sabe cómo rematar la faena de tanto enredo como ha montado, y, así, en media página, resuelve, de forma penosamente cómica, las vidas y milagros, del tío Antón, la tía Eulalia, el tío Fran, el tío Víctor, el tío Agustín y su enfermera que, al final, se casa con un ingeniero de Kuwait ¿Quién da más?
En el segundo relato, "El final de Dubslav", la falta de credibilidad y el absurdo andan de la mano. Para empezar, resulta un tanto extraño que la madre del protagonista decida quedarse encinta para que, rechazada por la sociedad, pueda dedicarse a lo que realmente le gusta, la investigación científica. ¿Rebuscado, verdad? ¿No habría sido más fácil no engendrar un hijo del que luego no se va a ocupar ni poco ni mucho? Item mas, ¿qué extraña enfermedad padece el protagonista que, pese a todo, no le impide ir cambiando neumáticos por el desierto a un ritmo frenético sin que podamos atisbar ni una mala estación de servicio? Si, según todos los indicios, nos encontramos en la República del Chad, ¿cómo es posible encontrar en pleno desierto una cruz que, según datos del narrador, seguramente se debe al paso de los cruzados por aquellas lejanas tierras? ¿Una cruzada, de las ocho que hubo, que recala en tan recónditos parajes? También la falta de respeto por la verdad histórica ,y, en definitiva, por el lector, puede ser de efectos mortíferos en un relato que quiera pasar por medianamente convincente desde el punto de vista literario
El tercero relato, "El malentendido", para mi gusto el mejor de los tres -acaso por aquello de que en él nos aparecen hermosas palabras sobre el poder de la literatura, "que puede rescatar vidas sombrías y redimir actos terribles"- tampoco está exento de ciertas limitaciones. Por ejemplo, bautizar al protagonista con un nombre chocante -Antolín Cabrales Pellejero- sin duda con el ánimo de buscar la complicidad risueña del lector, es recurso que, por sobado, resulta impropio en un novelista tan avezado como Eduardo Mendoza. Pero hay más. ¿Cómo es posible que la profesora de literatura diga que Antolín era un alumno del montón tras haberse merendado a escritores como Sthendal, Balzac, Proust y Musil, al tiempo que hablaba de lo leído con cierta sensatez? ¿Es acaso creíble que un individuo medicocre se convierta en novelista de postín y sea invitado como conferenciante a las más pretigiosas universidades? ¿Cómo es posible que a una persona del montón se le adjudiquen afinidades literarias con Genet, Gorki, García Lorca o Valle Inclán?
Pero, ahora que caigo, ¿no vendrá el título de la obra a justificar muchas de las ocurrencias milagreras, despropósitos y desafueros que en ella concurren? ¿No estará Mendoza haciendo hagiografía? Podría ser. Pero el truco, aparte de facilón, no me hace preferir sus relatos a los de la "Leyenda dorada", de Jacobo de la Vorágine. ¡Esas sí que son vidas de santos!
7 comentarios:
En estos "cuentos" de Mendoza, que ya solo los nombres de los personajes son un disparate.A mi me parecen muy divertidos.Porque el lector creo que los debe leer como "cuentos" y los cuentos a veces son absurdos y no se los cree ni el autor.
Tambien apetece leer algo que no sea tan profundo y haga reir,para mi es importante.
Te puedes dejar llevar por las palabras y pasar un buen rato.
No es lo mejor que he leído de Eduardo Mendoza, al menos ha sido menos de lo esperado, la primera impresión fue confusión, de no reconocer al autor en las líneas. Hoy después de oír sus bromas y sentirle cerca lo he entendido mejor, es relajar la realidad hasta volverla broma.
Es cierto que muchas de sus pinceladas no son verosímiles, pero no creo que Mendoza me invite a creerlas… no me paro a ello. Tampoco me paré a creer cuando Lewis Carroll me contó que una niña llamada Alicia hablaba con conejos apresurados y menguaba con un elixir mágico, nunca me sentí llamada a creer que un rayo le diese vida a un cuerpo lleno de cicatrices y con dos tornillos en la cabeza al que Shelley bautizo como Frankenstein; no creí que Dorian Gray viera reflejado sus pecados en la vejez de un retrato mientras él permanecía bello… Para mí, Fray Putucás es igual que Doña Inés o Don Fermín en la Regenta, ni los creo ni juzgo sus finales. También el Firmin de Savage se desayunaba libros y se volvió un ratón listísimo como Antolín. No, no me siento invitada a creerme nada, no me planteo la veracidad. Esas cosas las he soñado, así me tomo los absurdos de Mendoza, con ironía y algo de sorna, la imaginación y la realidad están en la trastienda de las letras y quizás se pueda jugar a mezclarlas, pero no confundirlas. El libro no merece mi aplauso pero su estilo me gusta, sin plantearme más…. Sus esperpentos, desvaríos o insensateces solo son pellizcos a la realidad, no veo más…. Son parodias no verdades. Creo que Mendoza no quiere que ahí le tome en serio.
Me has hecho pensar, Paca. Pero sigo opinando que me tengo que creer lo que me cuentan. De lo contrario, mal asunto... Y con ello no quiero decir que lo que me cuenten sea verdadero. Sólo pido que sea creíble. Parafraseando a Vargas Llosa, pediría que las mentiras fueran verdaderas. Y que todo ello depende del plano en que se situe el escritor. Conozco el plano del que parte Lewis Carrol y por eso nunca se me ocurrirá pedirle al clérigo victoriano que sea verosímil, que dote de credibilidad a las peripecias por las que pasa Alicia. Lo mismo me sucede cuando leo a Mary Shelly. Se que me muevo en el plano fantástico de la novela gótica, de la ciencia-ficción en su estado primitivo. Pero no parece que ese sea el punto de partida de Eduardo Mendoza, salvando las abismales distancias entre unos y otros. Quiero decir que el catálán parte de un plano narrativo en el que, a mi modo de ver, se excluye que cualquier cosa pueda ser posible. Y, a mitad de camino, rompe la baraja pretendiendo hacernos tragar la primera ocurrencia que se le venga a las mientes. Y es por ahí por donde me siento incapaz de transitar. Necesito conocer con antelación las reglas del juego y que luego se atengan a ellas. ¿Una limitación como lector?. Tal vez.
A mí tampoco me ha entusiasmado esta novela, posiblemente por esperar mucho más de Eduardo Mendoza. La impresión general de los lectores se queda en eso: No es su gran obra. No hemos identificado al autor.
Pero tampoco coincido con el texto (que me he permitido modificar en la forma y añadir algún detalle) incorporado por Pepe Raya en el blog, que refleja su sentir y no el del grupo.
Considero que se trata de una de las increíbles bromas, ironías y sátira a las que el autor nos tiene acostumbrados, donde la deformación de la realidad, la burla social, degradación de personajes hacen de las narraciones un modelo del “esperpento” tal como lo usaba Valle-Inclán y lo define la Real Academia de la Lengua: “Hecho grotesco o desatinado que se caracteriza por la deformación grotesca de la realidad”.
Por la misma razón tampoco tiene porque ser creíble ni verosímil. Tras esa “mentira” y deformación se esconde la gran lección moral, tal y como ayer nos contaba el autor en el encuentro que se celebró en la Biblioteca Infanta Elena.
También me he reído con Monseñor Putucás, y es importante que nos haga reír, pero sobre todo me ha llegado la sátira social y la hipocresía de la Barcelona del Congreso Eucarístico y del resto de los prelados asistentes o la ironía de los premios literarios a escritores que no tienen ningún mérito o los conferenciantes y tertulianos que cargados de pedantería e ignorancia vemos a diario en la TV.
La verosimilitud de los textos de Mendoza estará siempre en entredicho. Es así y así lo manifiesta siempre que puede y lo hace para retratar lo grotesco de esta sociedad nuestra.
En el “Laberinto de las aceitunas” hace convivir a una familia en un hogar de cuatro metros cuadrados con una cerda a la que llevan a la catequesis para prepararla para primera comunión......en “Sin noticias de Gurb” uno de los extraterrestres toma la forma de Marta Sánchez y disfruta de la vida mientras el otro toma la de intelectuales de la historia de España siendo victima de multitud de desventuras.
No es tan increíble, no hay más que mirar alrededor.
Pero es cierto que su prosa me ha defraudado
En primer lugar y como "aviso a navegantes"(nunca mejor dicho) estimo, repito estimo yo claro, que la intencionalidad de una persona, no se puede debatir, pués es sencillamente imposible. Partiendo de esta premisa, el libro (como me gusta decir) ya que los géneros, como todo "mote" es algo también discutible, y que demasiadas veces no sabemos donde estan las fronteras del género literario, y mmás aún la gran mayoria de lo que hemos leido en el club, son para mi opinión auténticos remix de estilos. Bueno sobre el libro, después de haber escuchado y visto (que es importantepor aquello del lenguaje no verbal, difícil en el personaje, pués se parappeta muy bién tras su bigote, y como apuntó el presentador señor Bigorra, bastante hermético para lo social) a Don Eduardo Mendoza, poco puedo desgranar yo de SU libro. Si que diré o recalcaré lo que ya pensaba antes de su intervención en la biblioteca.Se aprobecha como es habitual de todo lo aprobechable, para interesar y siobre todo VENDER, y el CATOLICISMO, LA RELIGION, Y HASTA LOS FRAILES Y LA VIRGEN propiamente, "le traen "al pairo".Mi conclusión:Que lo sigo sintiendo tan sincero y libre, al venir de grandes experiencias de vida, y por la edad, casi de vuelta de todo.Pedro
Los tres relatos que comprenden este volumen tienen un rasgo común, sus protagonistas podrían calificarse de santos por vivir coherentemente con sus ideas y siendo víctimas de ellas.
“La ballena” relata una Barcelona tomada por la iglesia durante el Congreso Eucarístico de 1952.
“El final de Dubslav”esta ambientado en África, en un insólito territorio y con un final impresionante, donde el estilo ironico ya caracteristico de Eduardo Mendoza nos sorprende una vez mas.
“El malentendido” es una profunda reflexión sobre la creación literaria y el difícil dialogo entre clases sociales.
La enfermera no se casa con el ingeniero de Kuwait, sino que la hija de Agustín (y de Conchita) es la que se casa con un ingeniero belga y se va a vivir a Kuwait.
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